Álinka querida
Beatriz Ballina
Me pide Gina que escriba sobre ti. He sacado mi hoja en blanco y mi pluma fuente. Escribo unas letras, junto dos o tres palabras, y tacho y rompo la hoja.
Cómo puedo expresar algo escrito que declare fielmente el sentimiento grabado en esa parte misteriosa del ser humano, a la que llamamos amor. Dejaré esta vez que la huella de mis dedos teclee lo que el corazón le vaya dictando. Será una buena manera de estar contigo esta tarde de martes, como las tardes de martes en que nos reuníamos.
Sabes, Álinka (con acento en la Á, porque así inventaste tu nombre cuando eres apenas una niña), se comienza a querer a alguien poco a poco, hasta convertirse en una claridad tan parecida al atardecer en el jardín de tu casa de Virreyes, sembrado de flores de cien aromas, guarida de pájaros pecho azul. Ojalá fuera así de sencillo expresar lo difícil que me resulta contarle a Gina los días hermosos que pasé a tu lado, lo que aprendí de ti. Alegrías y tristezas, la misma moneda en dos caras. Me viene a la memoria aquel miércoles que oí la noticia en una estación cultural: Abraham Zabludowsky había muerto. Jorge mi marido trabajaba en su mesa y le grité: “¡Ay, Jorge, se murió Abraham!” “Cuándo, dónde, por qué” me preguntaba ansioso. Me sorprendió la tristeza con que recibimos la noticia de la partida de Abraham. En esa época apenas si conocíamos a los Zabludowsky. Los frecuentamos poco, solamente cuando venían Josep María y Mireia Botey, los amigos catalanes, a hospedarse en la casa de Virreyes. Una vez fuimos los seis, los tres matrimonios, a ver Aventurera; la noche resultó genial y con Aventurera comenzó una relación cordial entre nosotras, Álinka, nos gustaba lo mismo, leíamos lo mismo, preferíamos las mismas películas y hasta la música de distintas décadas coincidía entre nuestras favoritas. Los Zabludowsky tuvieron muchos detalles con nosotros, asistieron a una obra “Homenaje a Matías Geritz” y el propio Abraham le habló por teléfono a Jorge Ballina hijo para felicitarlo por la escenografía. Éramos los amigos en común de los Botey, y sin embargo poco a poco iniciamos un lazo independiente, tú, Álinka, solías decirme “hay que vernos aunque no esté nuestro amigo catalán”. Y así fue.
Y ahora, se había muerto Abraham. Jorge y yo nos sentíamos tristes. Fuimos al velorio. Nos recibió el hermano periodista, Jacobo, muy amablemente. Una mujer hablaba por un teléfono celular al fondo del comedor. “¿Es Alinka?” le pregunté a Jorge. “No, Alinka es más joven”. Pero sí eras tú. Abatida. Sin arreglos ni perfumes. Con el alma destrozada. Te abracé con mucho cariño y con dolor de verdad, un dolor por haber perdido a un hombre tan sencillo como inteligente e íntegro. Desde ese momento me tomaste la mano y me expresaste lo que significaba para ti que Abraham se hubiera ido, que te hubiera dejado. Este fue un tema que platicaste mucho conmigo, a veces enojada, a veces triste; muy amorosa las más de las veces, cuando tus ojos se volvían verde esmeralda intenso, cuando seguías siendo una mujer profundamente enamorada. No dejaste de amar a tu compañero de ruta.
La última vez que comimos juntas fue en tu nuevo espacio, hace un año. Te sentí cansada físicamente.
− ¿Sabes, cuatacha? −así nos decíamos porque tú inventaste el apodo− ya quiero descansar.
Me contaron que no perdiste algunas de tus características: buen humor, prudencia, discreción, amor a tus hijos y nietos, respeto a los médicos, amabilidad con las personas que te cuidaban.
Te extraño, Álinka, por muchos motivos, principalmente para compartir mi trabajo literario y que le des una corregida puntual y sabia. Te llevo dentro, te cuento, te presumo a mis hijos porque siempre me preguntabas por ellos. Seguiré platicando contigo, querida Álinka, el espacio y el tiempo no impide que siga nuestra relación, tan luminosa.
Es un privilegio que me hayas considerado tu cuatacha. Gracias.