Alinka

Roberta Lajous Vargas

Alinka irradiaba amor. Siempre fue bonita por dentro y por fuera. Una mujer cálida, inteligente y con sentido común.  Tenía esa peculiar necesidad de dar y se daba por completo a su familia, pero tenía tanto amor  adentro, que le sobraba cariño para dar también a sus amigos.

Desparramaba afecto en su entorno. Era una gran anfitriona, generosa con  los amigos que invitaba. Los reconocía en sus logros, los llenaba de afecto con sus palabras y su buena cocina. Se preocupaba por cada persona. Pero lo hacía con naturalidad, con la sencillez del verdadero afecto. Estaba interesada en el mundo y en las ideas, pero sobretodo, en las personas. Leía mucho y estaba al tanto de todo lo nuevo, pero siempre quería conocer el impacto de esas lecturas sobre otros.

Conocí a Alinka cuando llevaba ya muchos años casada con Abraham y me pareció que integraban un binomio. Nunca me quedó claro donde empezaba uno y donde terminaba el otro. Habían consolidado una identidad no sólo a través  de la familia que formaron a partir de sus tres hijos y que creció con sus matrimonios  y se multiplicó con la bendición de los nietos. Estaban también integrados en los intereses compartidos. Tenían el mismo sentido estético que se reflejaba en su propio hogar pero que acabó por cubrir con la arquitectura de Abraham superficies de nuestra ciudad, de nuestro país y llegó al mundo entero. Juntos Abraham y Alinka proyectaron, a través de la propia obra y de las exposiciones sobre la misma, una arquitectura reconocida internacionalmente. Una arquitectura con origen mexicano en sus trazos y en sus dimensiones para el uso de los espacios públicos. Ambos amaron profundamente a México y aportaron mucho a su patria. La proyectaron al mundo a través de libros y grandes construcciones. Cuando Abraham murió, Alinka tuvo la fuerza para concluir la obra pendiente de su marido y todavía reclamarle haberla dejado sola con tanto trabajo. Con un gran sentido del humor, hasta le ofrecía cambiar de lugar. Nunca dejó de tenerlo presente para darle sentido a su vida. Una historia verdadera de una pareja enamorada toda la vida. Apenas concluyó la obra de Abraham, de manera prematura, perdimos a Alinka.

Alinka heredó de su madre no solo una importante galería sino el entendimiento y el gusto por el arte contemporáneo que venía con ella. Pero sospecho que heredó algo más de ella, algo que me consta Alinka supo transmitir a su hija Gina: un profundo sentido feminista. Alinka creyó en las mujeres y reclamaba para ellas un lugar en la sociedad. Universitaria, de una generación en la que no era común tener un título en psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México, tuvo siempre sus propias actividades profesionales al margen de aquellas en las que apoyó a su marido. Pero también se sabía dar tiempo para las amigas. Para ser solidaria con ellas. Para ayudarlas, para quererlas, para apoyarlas. Tengo el privilegio de haber sido una de ellas. Guardo en el cofre de mis tesoros su solidaridad, en las buenas y en las malas. Su palabra reconfortante y su estímulo para ir adelante.

 Siempre llevaré a Alinka en mi corazón. Allí quedaron grabados sus sabios consejos. Me mantendré asida de la alegría que se asomaba a través de sus ojos destellantes.  Su recuerdo será para mí un acicate para amar la vida.

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