Alinka

Stella Rayek

Alinka, qué bonito nombre.

Gracias, me dijo, visiblemente emocionada al recibir mi libro. Fue en casa de Anna Zagury, un martes por la noche. Una noche fría. La vista de la ciudad desaparece por los ventanales del departamento nuevo de Anna. Recuerdo la bella chalina que Alinka llevaba sobre los hombros.

 Tomó el libro y en un gesto muy suyo se pasó la mano sobre el cabello cano, recogido en un elegantísimo chongo. Un cabello distinguido, sin duda, como ella. De inmediato surgió una simpatía entre nosotras, cosa que permaneció hasta el fin del fin. Le dediqué el libro y me sorprendí de mi propia emoción por compartir con ella mi aventura literaria.

De inmediato, comenzó a hojear la novela, y sus verdes ojos, verde-luz, verde esmeralda, color de la esperanza, parecían captar la esencia de lo escrito con una mirada sumamente inteligente y concernida. Y su gesto era el de una joven muy joven, y enamorada. Sí, Alinka tenía eso. Joven y enamorada. Leía la portada del libro y era una caricia de amistad. Entonces intuí que Alinka era una persona con una gran capacidad de amar, lo cual más tarde en el corto tiempo que tuve el privilegio de su afecto comprobé, y con creces.

Nos había recibido en su casa. Vestía pantalón negro, camisa blanca y una sonrisa carmesí en los generosos labios. Su casa se le parecía, es increíble como la personalidad forma parte de las paredes, las flores, la mesa. La casa de Alinka tenía su sello. Grandes ventanales de luz, una nutridísima biblioteca, cuadros y más cuadros, una galería de arte. Nos llevó a Rafael y a mí a recorrer las fotografías de las obras arquitectónicas de su finado marido el Arq. Zabludovsky, con  orgullo y euforia contaba los detalles del auditorio nacional, los de tantos y tantos edificios, nos invitó a la presentación del libro que se editó en honor del Arq. Y se le notaba  un placer casi físico transmitido a través de palabras sencillas, seguras, genuinas, acostumbradas a ser sinceras, unas palabras que no tienen nada que esconder.

 Luego, tomamos la clase con Pepe Gordon y es siempre un Bliss, en todo el sentido de la palabra. Una tranquila felicidad que irradia. Se respira un resplandor de energía. Una lucidez de quien no adivina más: sin esfuerzo, se sabe. Entonces nos mantenemos en silencio, quietos. Es como si nos vinieran a anunciar algo: tal vez ¿la utópica paz entre los hombres?

Después, pasamos a cenar. Fue mi primer encuentro con los romeritos. Alinka me dijo, No, con el tenedor no, déjame prepararte un taco, ¿te gustan los camarones? enrolló los romeritos  y camarones con la tortilla y me los ofreció. Prueba los chilitos rellenos, no son poblanos, son chiles chipotle. Una exquisitez de verdad. Alinka se movía con gracia entre nosotros, compañeros de clase, amigos, en aquella ocasión éramos muchos, a cada uno le proporcionaba una atención diferente, y siempre con la sonrisa. La vi feliz.

El esposo de una amiga, sabes, sobrevivió al cáncer veinticinco años, me dijo en  Almacenes Liverpool. Alinka se había cortado el cabello, se le veía más joven y así se lo expresé. No me encanta, respondió, extraño mi chongo. Veinticinco años, y está perfecto, seguía contándome, es sólo un té que cultivan en Veracruz, si te parece bien lo mando a traer para tu Liz.

Al día siguiente tenía yo en casa una bolsa enorme del té. Venía acompañado de la generosidad y de la buena vibra de mi amiga Alinka.

No. No fui a verla. No. No Le mande las flores que le había comprado.  Detesto la enfermedad. Detesto la muerte.

De una vez por todas, la palabra muerte. Cuántas veces en un silencio tal no me he preguntado por mi amiga sin atreverme a preguntar por ella, sin atreverme a llamarla.

Una de esas veces, recién después de que pasó, recordé. En el departamento de Anna Zagury, el primero. Es siempre primavera en ese lugar que señorea sobre las jacarandas en flor, ¿ya estaban floreando? Se siente calor, es el calor humano. Aunque falte un importante pilar, la casa sigue de pie tan digna como su dueña.  Fue la última vez que vi a Alinka. Sufría. No probó las almendras, tampoco la copa de vino que le ofrecí. Se levantó y se fue antes de la cena… y todas las veces que pienso… 

Es que era el cuerpo que dolía… Esa noche soñé que yo también había visitado la muerte y desperté relajada, pensando en eso que odio. Muerte, te odio.

Luego, es raro, después de que se fue, al igual que mi padre y para mí fue doloroso… luego, sentí alegría. Una extraña alegría. Era sólo el cuerpo que se iba. Sí. Una alegría, como si ella estuviera por fin libre mientras que el cuerpo moría. Una extraña alegría.

Compartir

Deja tus comentarios